por Rollo Bulger
Llevo
algunos años viviendo en Chile, y cada día que pasa me sorprendo por las
injusticias e inequidades del sistema en que viven los chilenos. Y lo más
sorprendente, para alguien que viene desde Europa y que tiene una visión
externa y no teñida por sensibilidades políticas, es la pasividad con que el
pueblo chileno acepta vivir bajo un sistema que es, a todas luces, diseñado
para ir en contra de las más mínimas condiciones de comunidad que se esperaría
de una sociedad organizada y civilizada.
Los
chilenos viven bajo un sistema que no los protege.
Una de las
bases del establecimiento de la figura del Estado es proveer a sus miembros de
un sistema que los proteja. En un principio, que los protegiera de amenazas
externas y luego de amenazas internas, o de ellos mismos. Como sea, la
existencia del Estado supone que hay una serie de reglas comunes que aseguran
que no sea indiferente pertenecer o no al Estado, y que, sumando y restando,
sea más conveniente pertenecer a él.
No se
trata de recurrir al Estado de Bienestar que ha regido por décadas a los países
europeos y que ahora la derecha mundial oportunista aprovecha de catalogar de
“fracaso”. Se trata de tener un mínimo de retribución de protección a cambio de
las prerrogativas que uno, como ciudadano, le concede al Estado, como el
monopolio del uso de la fuerza, la sumisión a un sistema de castigo judicial y
de respeto a un estado de derecho, el pago periódico de dinero para su sustento
en la forma de impuestos, la obligación, en suma, de respetar normas de
convivencia y aceptar las consecuencias de no hacerlo.
Eso
debería dar, por supuesto, lugar a algunas retribuciones. Es decir, uno le da
todo eso al estado y esperaría que el Estado le dé de vuelta algo. Si no, cuál
es la gracia.
Para nadie
es un misterio que existen dos Chile. Un Chile de ricos y un Chile de pobres.
Los ricos viven en barrios segregados de los pobres. Sus hijos van a escuelas segregados
de los pobres. Se atienden en un sistema de salud donde no se atienden los
pobres. Reciben pensiones enormes gracias a sus ahorros de toda una vida siendo
ricos, mientras los pobres se las deben batir con pensiones miseria. Y los
ricos administran este sistema, asegurándose de que las condiciones de
privilegio no cambien.
Si
cambiamos “rico” por “blanco” y “pobre” por “negro”, la similitud con el
sistema del apartheid sudafricano es sorprendente. Mucho más de lo que muchos
chilenos estarían dispuestos a aceptar. Pero les concedo que quizás haya que
ser extranjero para ver la realidad. Los chilenos están acostumbrados a vivir
en su sistema de basura, creyendo que “así tiene que ser porque así ha sido
siempre”. Da un poco de pena (al menos a mí, por mis amigos chilenos, a los que
quiero mucho) que no sean capaces de levantarse y exigir un cambio a un sistema
que los tiene completamente enceguecidos sobre su realidad.
Llevo
exactamente doce años viviendo en este paraíso para los que tienen plata. Yo
mismo he tenido acceso a lo mejor que este país puede ofrecer, porque he tenido
un trabajo estable y bien pagado. Pero no puedo salir a la calle desde mi
pedazo de Chile del primer mundo y ser feliz sabiendo que la gran mayoría de la
gente vive en un sistema del tercer mundo, compartiendo el mismo territorio.
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