lunes, 3 de diciembre de 2012


Una Bienal cada dos años

por Rollo Bulger
arquitecto

La XVIII Bienal de Arquitectura que se acaba de inaugurar en la Estación Mapocho muestra, una vez más, cómo utilizar una enorme cantidad de recursos y energías humanas en un fin tan poco lucido y tan poco relevante como lo que ocurre cada dos años.

Los arquitectos somos una de las pocas profesiones que permanentemente estamos quejándonos de lo poco que la sociedad nos toma en cuenta y cómo somos poco valorados al momento de definir las políticas que se relacionan con la ciudad. Existe una permanente mirada hacia adentro de los límites de la disciplina que aspira a un rol del arquitecto como el del héroe que soluciona todos los problemas del entorno físico-urbano, siendo reconocidos por toda la sociedad como los verdaderos constructores y diseñadores de nuestro entorno. Finalmente, queda cada vez más en evidencia que los que verdaderamente toman las decisiones fuertes en este ámbito son los ingenieros de transporte y los desarrolladores inmobiliarios. ¿Qué les queda a los arquitectos? Harto poco, unas casas de veraneo para la élite, algunos edificios institucionales y no mucho más de relevancia. No, al menos, lo que los arquitectos soñamos. Pues bien, el formato de la bienal organizada por el Colegio de Arquitectos no ayuda mucho en esa aspiración de atención y valoración.

Montada en diversos lugares de la ciudad de Santiago desde su primera fecha en 1977, la Bienal de Arquitectura de Chile es, no nos equivoquemos, algo más o menos similar a una gran feria de la producción arquitectónica nacional en los dos años anteriores a su montaje. En la distancia abismal que hay entre sus aspiraciones como evento central de la arquitectura chilena y su indigna realidad actual radica una de las situaciones más incomprensibles del ámbito disciplinar chileno. Vamos por partes.

A las bienales se les pone un título. La actual lleva el anodino y oportunista título de Ciudades para Ciudadanos. Anodino porque, como todos los títulos de las bienales anteriores (quizás no todos, pero sí los últimos), no tiñe con su especial tono el sentido de la muestra. ¿Acaso se va a encontrar uno en la estación Mapocho estos días con una selección de proyectos que se centren en la relación entre la ciudad y su rol como espacio de acción de los ciudadanos? Pues no. Oportunista porque después de un 2012 donde ser ciudadano era una acción cargada políticamente, los arquitectos deciden usar el término y soñar por unos momentos que su rol en la sociedad tiene algo que ver con la construcción de un entorno para que se desarrolle la ciudadanía, cosa que tampoco es muy cierta.

Lo que nos lleva directamente al punto central de la curatoría. Esta bienal ha sido “curada” por el arquitecto Sebastián Gray. Sería interesante poder entender qué rol puede tener un curador en una muestra donde todos los proyectos recibidos se exponen (es decir, salvo por la impresión al doble de escala y la inclusión de maquetas para los proyectos seleccionados por el jurado, no hay selección), donde todas las escuelas de arquitectura reciben un espacio para exponer sus actividades (y donde tampoco se selecciona), donde la exposición de publicaciones muestra, nuevamente, todo lo recibido y donde una serie de empresas simplemente compran espacio publicitario para promover sus productos.

¿Dónde está la curatoría, la visión de Gray? ¿Acaso quieren hacernos creer que esta Bienal tiene algo (al menos en la palabra “curador”) parecido a las verdaderas bienales de arquitectura, donde el sentido mismo de la muestra se hace con un sentido curatorial, donde se presenta un tema y donde el contenido expone y discute ese tema? ¿Por qué el Colegio de Arquitectos no convoca a un concurso de curatoría para la bienal, donde los interesados en participar proponen un tema que de verdad define lo que se expone, y preparan una selección de la muestra de la arquitectura que ese proyecto curatorial quiere mostrar como representante de dos años de la procucción arquitectónica en Chile? La respuesta es muy simple: no les interesa hacer una verdadera bienal, sino sólo una feria donde todos los arquitectos colegiados tienen la posibilidad de mostrar su trabajo, previo pago de a) la colegiatura y b) la cuota para participar.

Hagamos simplemente el ejercicio de ver la diferencia radical entre una bienal de verdad (y vamos, por ejemplo, a la más importante, la de Venecia, que el curador Gray comoce muy bien) y la bienal de Chile. Estar expuesto en la primera es un honor, producto de una selección en varios niveles sucesivos de evaluación, con un proyecto curatorial de verdad y una postura ideológica contenida en un proyecto con una visión parcial pero por eso mismo más potente. Estar expuesto en la segunda pasa por pagar una cuota. Para graficar esa diferencia, basta ver la relevancia que tiene la bienal de Venecia en su ciudad y la que tiene la de Santiago en la suya.

Así las cosas, no cabe duda que el formato de la bienal de Chile es un formato muerto, destinado a reforzar ese estado de cosas del que tantas veces que los arquitectos nos quejamos. Si queremos tener un mínimo de voz en la sociedad, entonces hagamos una bienal que diga algo relevante. Como muchas otras acciones típicas de la sociedad chilena endogámica e hipersegregada, este ejercicio de las bienales no pasa más allá de ser el típico palmoteo en la espalda entre los amigotes.

Y de bienal, sólo tiene que es cada dos años.

lunes, 4 de junio de 2012

El maquillaje esconde la belleza

















El maquillaje esconde la belleza

Maximiano Atria

La inauguración del Centro Cultural Gabriela Mistral es, sin duda, una noticia alentadora para la cultura nacional. Demasiados años habían sido marcados por la presencia de este edificio en la Alameda, definiendo relaciones simbólicas en direcciones contradictorias que, en una historia más bien corta, interpelaban a una buena parte de la sociedad chilena. Pocos edificios pueden, en menos de cuarenta años, haber sufrido tantos retrueques semánticos, y haberlos llevado relativamente bien en un lugar tan expuesto y sujeto a tantas críticas.

Por ello es que el nuevo centro cultural es una adición extraordinaria al perfil ya definidamente cultural del barrio Villavicencio-Lastarria. No está demás decir que esto no es, en estricto rigor, una adición, sino el cierre de un largo paréntesis, y que lo que ocurre hoy es el retorno del anteriormente existente Centro Cultural Gabriela Mistral inaugurado y frecuentado por Salvador Allende. Se pueden echar de menos las imágenes del edificio recién inaugurado en los setenta, lleno de obras de arte de autores de primer nivel, que incluían desde las alfombras hasta las lámparas, pasando por intervenciones en muros, puertas y mobiliario. Se puede añorar esa condición de ingenuidad y saciedad cultural, con un arte que se despojaba de su autonomía y se integraba a la vida cotidiana sin desdoblarse en cuanto obra (algo similar a lo que pasaba con las originales estaciones de Metro que desaparecen poco a poco bajo las lamentables intervenciones de MetroArte). Se puede incluso extrañar (aunque probablemente menos) la presencia dura y rigurosa del volumen puesto sobre la vereda de la Alameda, con esa entrada de escalinata que entregaba en un foyer vidriado siempre custodiado y alejado del “ciudadano de a pie” como le gusta llamar a los postmodernos de hoy al antiguo pueblo a secas.

Todo eso ya no está, pero sin duda que aquello que lo reemplaza debiera constituirse, en su propio mérito, en una imagen que perseverará en la memoria urbana. Eso sólo lo podrá decir el paso del tiempo. En lo inmediato, el nuevo centro cultural comienza a ser reconocido rápidamente como una adición armónica en el entorno del barrio Lastarria, quizás con mayor ajuste por ese lado que por el de Alameda. Y si hay algo que el nuevo edificio parece demostrar es que la crítica recurrente que lo definió como un edificio “inapropiado” (la misma que se concentró sólo en la relación de su escala hacia la vereda de la Alameda, y siempre en función de las infelices intervenciones post golpe) debiera revisar sus juicios.

Ahora bien, si como iniciativa, como idea, como institución cultural, ampliando la oferta de espacios para todas sus expresiones, sólo puede ser aplaudida, el problema aparece en su solución arquitectónica, o al menos en algunas de sus decisiones claves. La más grave y evidente –a pesar de la declaración insistente de los arquitectos acerca de una intención de diálogo con el edificio pre-existente– es la decisión de hacer todos los esfuerzos posibles por hacer desaparecer la imagen estructural del edificio original. Esto, que en otros casos pudiera parecer irrelevante, en el ex-Diego Portales es ineludible, principalmente porque este edificio es, en términos abstractos, una gran estructura de cubierta con algunos programas abajo. Es decir, dieciséis pilares de hormigón soportan una estructura tridimensional de cubierta, y bajo ella existen (existían) unos volúmenes que contenían el programa de las salas de conferencias y salones. Y con eso se define básicamente la esencia del edificio.

Lo que se ha perpetrado hoy es recubrir la estructura de cubierta con una piel de planchas de acero perforadas, que convierten lo que antes era un interesante elemento transparente, de estructura visible, en un cajón semi-opaco que parece haberse instalado pesadamente sobre los pilares que aún quedan (al menos dos del extremo oriente han desaparecido).

La transformación de la cubierta hace lo suyo para eliminar las relaciones visuales con uno de los únicos dos elementos rescatables del edificio original. Pues bien, como si no bastara con ello, la envolvente de los nuevos programas fagocita los pilares que dan hacia la Alameda, haciendo que el espacio de la vereda sea aún más estrecho que antes (cuando se podía incluso caminar entre aquellos y el edificio). Esto, además, sin una justificación mayor, debido a que A) el pilar queda dentro de un espacio, haciéndolo inutilizable o B) la misma operación no tiene sentido porque el pilar queda atrapado entre la fachada verdadera del programa interior y la piel de acero adosada al edificio como una fachada paralela, revelándose la condición superflua de la acción de envolver el edificio.

Para tener un atisbo de lo bueno que podría haber sido el costado hacia la Alameda, basta ver lo bien que se ve por el lado norte, donde sí se respetó la existencia de los pilares como elementos exentos y escultóricos, y donde, salvo por el mismo problema con la cubierta, la relación volumétrica de los cuerpos entre los pilares es un logro importante hacia el grano menor del barrio Lastarria.



Hay otros elementos igualmente relevantes pero que están aún por verse en su solución definitiva, como el trabajo de los espacios de circulación pública y la relación (ojalá abierta en un futuro no muy lejano) directa con la plaza que rodea la base de la torre del Ministerio de Defensa, hoy rodeada de rejas y funcionando como un tapón visual y funcional– de esa conexión necesaria entre un centro cultural y su barrio adyacente.

También está por verse el efecto que en el conjunto va a producir la construcción de la segunda etapa, que establece otros ejes, otras medidas, y otras relaciones formales con el edificio original, definidas, por cierto, por la escala de la sala que se va a construir, pero donde también se echa de menos una actitud de relación con la estructura original, como un pequeño esfuerzo por incluirla bajo la sombra de aquella cubierta que define, casi por sí sola, la existencia arquitectónica de este ex-elefante blanco.

jueves, 24 de mayo de 2012

Arte para todos




Arte para todos

por Maximiano Atria
arquitecto

Casi de manera desapercibida, muy en sintonía con su condición de espacio subterráneo y, por lo mismo, alejado de la discusión pública (que no es lo mismo que alejado de la multitud), la oficina encargada del programa MetroArte del ferrocarril metropolitano ha cometido los peores atentados que se puedan registrar en nuestra historia reciente contra aquello que precisamente debiera resguardar: el arte. Y lo peor es que lo ha hecho en nombre del arte, con una intención declarada de llevarlo a las masas. Su intención de constituirse en “una de las iniciativas culturales de mayor alcance social y cultural de las últimas décadas” debiera referirse sólo a su llegada a una cantidad de ojos que ninguna otra instalación de arte en Chile ha podido superar, es decir, a un mero éxito cuantitativo. Que ha tenido alcance, se le puede conceder: lo ha tenido; si ello ha sido bueno para el arte, es discutible.

El problema está en un plano un poco más elevado, que probablemente no apela a la mirada del usuario medio que al bajarse del vagón atestado se encuentra de frente a una serie de “obras” puestas en un entorno donde la apreciación de una obra de arte siguiendo los formatos de una galería o un museo simplemente no funciona. Exponer, por ejemplo, cuadros realistas en la estación La Moneda, con baja iluminación y con una barra metálica para impedir que la gente se acerque al cuadro cuando hay cientos de personas caminando a empujones por el andén es, por decirlo de la manera más decorosa, un despropósito.

Pero esto se refiere a un aspecto superficial, que no importa tanto. Lo que verdaderamente importa es preguntarse acerca de la oportunidad (es decir, si es oportuno) de incorporar arte en el espacio público, y la respuesta obvia es afirmativa, por múltiples razones como que el arte no es para estar encerrado en las galerías, que enriquece el espacio público, que democratiza el acceso al arte, etcétera. Y una vez superada esa primera pregunta, la siguiente se refiere a la forma en que el arte se presenta en un espacio público como, por ejemplo, una estación de metro.

Difícilmente puede haber una mejor respuesta que aquella que tuvieron los promotores y constructores del metro en los años setenta, cuando invitaron a artistas plásticos a diseñar los muros interiores de los andenes, con un resultado doblemente exitoso: primero, el arte está precisamente donde está la gente, enriqueciendo el espacio, y no tratando de imponer formatos incompatibles con el uso de un andén; segundo, el arte está ahí sin que sea necesario poner una placa con el nombre del artista, un marco que lo encuadre y una barra metálica delante para que nadie se acerque. Es lo que mejor se acerca a la idea de arte integrado, una idea infinitamente más interesante que colgar un “cuadro” en el muro de la estación, con la pretensión de “llevar el arte al público.”

Hay otros dos problemas que sólo agravan la falta. El primero es la dudosa calidad artística de (casi todas) las intervenciones, al ser fruto de una proposición de un convenio entre empresas –o universidades, en algunos casos– y artistas (donde la segunda intención será relacionada al arte, mientras que la primera probablemente tenga que ver con reducción de bases imponibles y esas cosas), apenas visado por un comité de nueve miembros, de los cuales sólo tres son artistas. El segundo problema es que las intervenciones actuales pasan necesariamente por destruir el diseño original de las estaciones, verdaderas obras de arte representativas de una interesante abstracción que aprovechaba los requerimientos del espacio, y su condición de arte integrado, con piezas de cerámica en relieve ya inexistentes y de alto valor estético. Santiago ha perdido la oportunidad de contar con una línea (la 1, principalmente) con un coherente sentido estético, de gran valor unitario identificatorio con un oficio y una época determinados, que podría haber constituido un importante cuerpo patrimonial de arte urbano que, si se hubiera mantenido, habría sido bastante único en el mundo.

Lo que aparece hoy es una penosa regresión desde el arte abstracto de las estaciones originales (¿esos revestimientos de cerámica? preguntarán los escépticos) al figuratismo banal de las nuevas intervenciones, con aspiraciones de arte total o épico. Se trata al ciudadano común como si no tuviera ninguna capacidad de apreciación artística, y se le da el producto fácil, ya digerido y sin necesidad de reflexión, cuando lo que va quedando más evidente es la incapacidad de los responsables de MetroArte de entender el verdadero sentido del arte público en general, y del arte público en el metro, en particular.