El maquillaje esconde la belleza
Maximiano Atria
La inauguración del Centro Cultural Gabriela Mistral es, sin
duda, una noticia alentadora para la cultura nacional. Demasiados años habían
sido marcados por la presencia de este edificio en la Alameda, definiendo
relaciones simbólicas en direcciones contradictorias que, en una historia más
bien corta, interpelaban a una buena parte de la sociedad chilena. Pocos
edificios pueden, en menos de cuarenta años, haber sufrido tantos retrueques
semánticos, y haberlos llevado relativamente bien en un lugar tan expuesto y
sujeto a tantas críticas.
Por ello es que el nuevo centro cultural es una adición
extraordinaria al perfil ya definidamente cultural del barrio
Villavicencio-Lastarria. No está demás decir que esto no es, en estricto rigor,
una adición, sino el cierre de un largo paréntesis, y que lo que ocurre hoy es
el retorno del anteriormente existente Centro Cultural Gabriela Mistral
inaugurado y frecuentado por Salvador Allende. Se pueden echar de menos las imágenes
del edificio recién inaugurado en los setenta, lleno de obras de arte de
autores de primer nivel, que incluían desde las alfombras hasta las lámparas,
pasando por intervenciones en muros, puertas y mobiliario. Se puede añorar esa
condición de ingenuidad y saciedad cultural, con un arte que se despojaba de su
autonomía y se integraba a la vida cotidiana sin desdoblarse en cuanto obra
(algo similar a lo que pasaba con las originales estaciones de Metro que
desaparecen poco a poco bajo las lamentables intervenciones de MetroArte). Se
puede incluso extrañar (aunque probablemente menos) la presencia dura y
rigurosa del volumen puesto sobre la vereda de la Alameda, con esa entrada de
escalinata que entregaba en un foyer vidriado siempre custodiado y alejado del
“ciudadano de a pie” como le gusta llamar a los postmodernos de hoy al antiguo
pueblo a secas.
Todo eso ya no está, pero sin duda que aquello que lo
reemplaza debiera constituirse, en su propio mérito, en una imagen que
perseverará en la memoria urbana. Eso sólo lo podrá decir el paso del tiempo.
En lo inmediato, el nuevo centro cultural comienza a ser reconocido rápidamente
como una adición armónica en el entorno del barrio Lastarria, quizás con mayor
ajuste por ese lado que por el de Alameda. Y si hay algo que el nuevo edificio
parece demostrar es que la crítica recurrente que lo definió como un edificio
“inapropiado” (la misma que se concentró sólo en la relación de su escala hacia
la vereda de la Alameda, y siempre en función de las infelices intervenciones
post golpe) debiera revisar sus juicios.
Ahora bien, si como iniciativa, como idea, como institución
cultural, ampliando la oferta de espacios para todas sus expresiones, sólo
puede ser aplaudida, el problema aparece en su solución arquitectónica, o al
menos en algunas de sus decisiones claves. La más grave y evidente –a pesar de la
declaración insistente de los arquitectos acerca de una intención de diálogo
con el edificio pre-existente– es la decisión de hacer todos los esfuerzos
posibles por hacer desaparecer la imagen estructural del edificio original. Esto,
que en otros casos pudiera parecer irrelevante, en el ex-Diego Portales es
ineludible, principalmente porque este edificio es, en términos abstractos, una
gran estructura de cubierta con algunos programas abajo. Es decir, dieciséis
pilares de hormigón soportan una estructura tridimensional de cubierta, y bajo
ella existen (existían) unos volúmenes que contenían el programa de las salas
de conferencias y salones. Y con eso se define básicamente la esencia del
edificio.
Lo que se ha perpetrado hoy es recubrir la estructura de
cubierta con una piel de planchas de acero perforadas, que convierten lo que
antes era un interesante elemento transparente, de estructura visible, en un
cajón semi-opaco que parece haberse instalado pesadamente sobre los pilares que
aún quedan (al menos dos del extremo oriente han desaparecido).
La transformación de la cubierta hace lo suyo para eliminar
las relaciones visuales con uno de los únicos dos elementos rescatables del
edificio original. Pues bien, como si no bastara con ello, la envolvente de los
nuevos programas fagocita los pilares que dan hacia la Alameda, haciendo que el
espacio de la vereda sea aún más estrecho que antes (cuando se podía incluso
caminar entre aquellos y el edificio). Esto, además, sin una justificación
mayor, debido a que A) el pilar queda dentro de un espacio, haciéndolo
inutilizable o B) la misma operación no tiene sentido porque el pilar queda
atrapado entre la fachada verdadera del programa interior y la piel de acero
adosada al edificio como una fachada paralela, revelándose la condición
superflua de la acción de envolver el edificio.
Para tener un atisbo de lo bueno que podría haber sido el
costado hacia la Alameda, basta ver lo bien que se ve por el lado norte, donde
sí se respetó la existencia de los pilares como elementos exentos y
escultóricos, y donde, salvo por el mismo problema con la cubierta, la relación
volumétrica de los cuerpos entre los pilares es un logro importante hacia el
grano menor del barrio Lastarria.
Hay otros elementos igualmente relevantes pero que están aún
por verse en su solución definitiva, como el trabajo de los espacios de
circulación pública y la relación (ojalá abierta en un futuro no muy lejano)
directa con la plaza que rodea la base de la torre del Ministerio de Defensa,
hoy rodeada de rejas y funcionando como un tapón –visual y
funcional– de esa conexión necesaria entre un centro cultural y su barrio
adyacente.
También está por verse el efecto que en el conjunto va a
producir la construcción de la segunda etapa, que establece otros ejes, otras
medidas, y otras relaciones formales con el edificio original, definidas, por
cierto, por la escala de la sala que se va a construir, pero donde también se echa
de menos una actitud de relación con la estructura original, como un pequeño
esfuerzo por incluirla bajo la sombra de aquella cubierta que define, casi por
sí sola, la existencia arquitectónica de este ex-elefante blanco.
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