Arte para todos
por Maximiano Atria
arquitecto
Casi de manera desapercibida, muy en sintonía con su
condición de espacio subterráneo y, por lo mismo, alejado de la discusión
pública (que no es lo mismo que alejado de la multitud), la oficina encargada
del programa MetroArte del ferrocarril metropolitano ha cometido los peores
atentados que se puedan registrar en nuestra historia reciente contra aquello
que precisamente debiera resguardar: el arte. Y lo peor es que lo ha hecho en
nombre del arte, con una intención declarada de llevarlo a las masas. Su
intención de constituirse en “una de las iniciativas culturales de mayor
alcance social y cultural de las últimas décadas” debiera referirse sólo a su
llegada a una cantidad de ojos que ninguna otra instalación de arte en Chile ha
podido superar, es decir, a un mero éxito cuantitativo. Que ha tenido alcance,
se le puede conceder: lo ha tenido; si ello ha sido bueno para el arte, es
discutible.
El problema está en un plano un poco más elevado, que
probablemente no apela a la mirada del usuario medio que al bajarse del vagón
atestado se encuentra de frente a una serie de “obras” puestas en un entorno
donde la apreciación de una obra de arte siguiendo los formatos de una galería
o un museo simplemente no funciona. Exponer, por ejemplo, cuadros realistas en
la estación La Moneda, con baja iluminación y con una barra metálica para
impedir que la gente se acerque al cuadro cuando hay cientos de personas
caminando a empujones por el andén es, por decirlo de la manera más decorosa,
un despropósito.
Pero esto se refiere a un aspecto superficial, que no
importa tanto. Lo que verdaderamente importa es preguntarse acerca de la
oportunidad (es decir, si es oportuno) de incorporar arte en el espacio
público, y la respuesta obvia es afirmativa, por múltiples razones como que el
arte no es para estar encerrado en las galerías, que enriquece el espacio
público, que democratiza el acceso al arte, etcétera. Y una vez superada esa
primera pregunta, la siguiente se refiere a la forma en que el arte se presenta
en un espacio público como, por ejemplo, una estación de metro.
Difícilmente puede haber una mejor respuesta que aquella que
tuvieron los promotores y constructores del metro en los años setenta, cuando
invitaron a artistas plásticos a diseñar los muros interiores de los andenes,
con un resultado doblemente exitoso: primero, el arte está precisamente donde
está la gente, enriqueciendo el espacio, y no tratando de imponer formatos
incompatibles con el uso de un andén; segundo, el arte está ahí sin que sea
necesario poner una placa con el nombre del artista, un marco que lo encuadre y
una barra metálica delante para que nadie se acerque. Es lo que mejor se acerca
a la idea de arte integrado, una idea infinitamente más interesante que colgar
un “cuadro” en el muro de la estación, con la pretensión de “llevar el arte al
público.”
Hay otros dos problemas que sólo agravan la falta. El
primero es la dudosa calidad artística de (casi todas) las intervenciones, al
ser fruto de una proposición de un convenio entre empresas –o universidades, en
algunos casos– y artistas (donde la segunda intención será relacionada al arte,
mientras que la primera probablemente tenga que ver con reducción de bases
imponibles y esas cosas), apenas visado por un comité de nueve miembros, de los
cuales sólo tres son artistas. El segundo problema es que las intervenciones
actuales pasan necesariamente por destruir el diseño original de las
estaciones, verdaderas obras de arte representativas de una interesante abstracción
que aprovechaba los requerimientos del espacio, y su condición de arte
integrado, con piezas de cerámica en relieve ya inexistentes y de alto valor
estético. Santiago ha perdido la oportunidad de contar con una línea (la 1,
principalmente) con un coherente sentido estético, de gran valor unitario
identificatorio con un oficio y una época determinados, que podría haber
constituido un importante cuerpo patrimonial de arte urbano que, si se hubiera
mantenido, habría sido bastante único en el mundo.
Lo que aparece hoy es una penosa regresión desde el arte
abstracto de las estaciones originales (¿esos revestimientos de cerámica?
preguntarán los escépticos) al figuratismo banal de las nuevas intervenciones,
con aspiraciones de arte total o épico. Se trata al ciudadano común como si no
tuviera ninguna capacidad de apreciación artística, y se le da el producto
fácil, ya digerido y sin necesidad de reflexión, cuando lo que va quedando más
evidente es la incapacidad de los responsables de MetroArte de entender el
verdadero sentido del arte público en general, y del arte público en el metro,
en particular.
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